Estaba todo liquidado. La había agarrado por la ruta, mientras conducía camino a Neuquén a descargar las maderas que llevaba en el container. Mientras la sometía agarrándole fuertemente los brazos con una soga, miraba con serenidad el horizonte que asomaba sobre el volante. El sol se retiraba dejando una estela rojiza en el horizonte. Superponiéndose a la serenidad, el rojo le inyectaba una energía que anunciaba la noche. Cuando se cansaba de los gritos, suspiros y sollozos que salían de la cinta adhesiva sujeta en aquella boca nerviosa, largaba un violento movimiento con su brazo derecho que llegaba a los cachetes semitapados por una cabellera rubia. Mientras con la otra mano sostenía el volante sin perder la calma.
La ruta estaba desierta y a esa hora los trigales alrededor proyectaban un halo amarillento que intensificaba la claridad de sus contornos. Ahora se encontraba atravesando un campo de girasoles, que como si estuvieran tristes curvaban su cabeza hacia abajo, como mirando el suelo. Mientras escuchaba la bocina amable de otro auto que pasaba por el camino, la imagen lo desanimó.
Corrió los ojos a la derecha para ver esa masa temblorosa que supuraba lágrimas, mientras babeaba y transpiraba. Se sintió desilusionado por los cambios que observaba. Hace unos minutos, una hermosa mujer haciendo dedo en la ruta, ahora, sus gestos eran la parodia insultante de si belleza. Sonidos guturales y entrecortados superaban la barrera de la cinta y el pañuelo que había ensayado para aliviar el clima en la cabina del camión. Por un instante, pensó en las babosas que pisoteaba de bronca en su infancia, por las que no encontraba razón para su existencia. Se rió por un momento, mientras que con su puño ensayó con efectividad un golpe que atravesó la tupida cabellera amarilla y se introdujo sobre la boca del estomago, apenas ubicable entre los dos enormes senos que invadían el torso tapado por una remera angosta de color turquesa.
Cuando llegó al lugar, a 100 metros de la ruta, agarró el cuerpo semidesmayado y lo cargó en su hombro. La larga cabellera rubia llegaba casi hasta el suelo, pensó en lo ventajoso de cortarle el pelo para ahorrarse problemas en el futuro, mientras sentía los senos que golpeaban su espalda camino a “el hotel”, como él lo llamaba. Se trataba de una construcción abandonada que consistía en un cuarto pequeño, en cuyo interior había improvisado una cama, que se ubicaba en uno de los vértices del lugar más cercano a la ventana principal. En su opuesto había levantado una pequeña cocina aprovechando que la mesada había quedado del proyecto original. La humedad que se respiraba se debía a las lluvias torrenciales que asestaron la zona la semana pasada. Entreabrió la ventana para airear el cuarto, pero su mente estaba posada sobre “la babosa” rubia, que con sus ojos húmedos lo miraba con resignación. Se acercó y mientras la miraba con gravedad, con los ojos negros bien abiertos, buscando eliminarla sólo con la mirada, comenzó a bajarle los pantalones. Era una noche como muchas otras. La luna iluminaba los campos que se asomaban por la ventana, donde a pocos metros la babosa tendida sobre la cama descubría sus ampulosas formas de tez blanca expuestas a la luz débil y temblorosa del “hotel”.
A lo lejos, se escuchaba el débil golpe de algunos pájaros carpinteros. Mientras que en el “hotel” los objetos estaban en suspenso. Las formas de los cuerpos delineaban la dinámica y violenta velocidad de la naturaleza. Algunos objetos en la mesada improvisada y pelusas en el piso ensayaron movimientos, pero todo permanecía inmutable. Cuando se tomó un descanso, miró a su alrededor instintivamente y se dirigió a la cocina para tomar un poco de agua, dejando a Ana amarrada con una soga. La luna llena proyectaba su luz sobre los campos, que Ernesto apenas podía observar. De pronto, los grillos suspendieron su presencia, quedando un silencio mucho más grave y puro. Lo que parecía un silencio profundo fue emergiendo gradualmente hasta transformarse en un leve temblor. Pensó en la posibilidad de otro camión acercándose.
Miró por la ventana y nada. Sólo la noche y el campo. No tuvo tiempo de inspeccionar. El temblor irrumpió en la estabilidad de las formas del cuarto. La mesada cayó al suelo. Cuando parecía que algo irrumpiría como un cataclismo sólo atinó a salir corriendo velozmente por la puerta de entrada. Los ojos cansados de Ana solo pudieron oír los múltiples golpes secos y violentos que recibía el cuerpo. Alejándose por los campos, una inmensa y virulenta tropa de Guanacos se desplazaba dejando surcos en los pastizales manchados de sangre.
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